Recuerdas una tarde cualquiera, a principios de los ochentas. La horrenda música disco está en todos lados. Estás en secundaria, no tienes tarea, y no quieres ver la tele. Ya comiste y quisieras salir. Salir a lo que sea, a ver algo nuevo, a quitarte la claustrofobia, a acariciar perritos callejeros, a ver a quien te encuentras de la escuela, a buscar ajolotes para traerlos en una bolsita de plástico. En suma, a hacer lo que hacía un chamaco de 14 años cuando no había computadoras o Internet en las casas.
De repente, tu mamá dice “Vamos a ir a la Comercial, cuidan al niñoooo. No le abran a nadieeeee”. Tus hermanos dicen “zafo” y ante el prospecto de cuidar al sobrino van desapareciendo unos, y otros se quedan viendo la tele, pero obviamente valiéndoles madre el sobrino. Pero tú eres ñoño, y efectivamente le echas un ojo al sobrino. Hasta lo arrullas si se despierta (eres ñoño y hasta un poco paternalista, aun a los 14). Si se orina o se caga, le cambias el pañal (eeew!).
Una tarde más que no saliste por “cuidar al niño”, pero p’s… es tu primer sobrino. Es la novedad. Hay que tomarle fotos. Una tía pérfida y tan perfeccionista como Bree Van de Kamp (a la cual empiezas a entender ahora que tienes cuarenta y tantos y a quien cada vez más te aterra parecerte) te ha regalado una cámara Kodak chafita, chafita, pero que funciona. Y le tomas fotos al sobrino. Rollos y rollos. ¿De dónde sacabas el dinero para los rollos, los magicubos y el revelado? Ni idea.
Pero hay que celebrar que tienes sobrino, total. No lo haces por algún sacrificio heroico, lo haces porque te da la gana. Y por ñoño. Y encima le armas un álbum de fotos. Su mamá, osease tu hermana escoge de las fotos que tomaste y el álbum queda “para el recuerdo”. Chale ¿puede haber algo más ñoño que eso? Poner las fotos donde el sobrino se embarra de crema, y la de los columpios donde está con sus tías (de quienes todo mundo piensa que son sus hermanas) no es algo que un adolescente típico haría.
Y sobre todo, están las fotos de los cumpleaños, claro. La familia es muy dada a festejar los cumpleaños. Es algo con lo que creciste. De hecho, el primer recuerdo que tienes de tu papá es el de un cumpleaños tuyo, donde te levantó de la cama, te dio un abrazo y muchos besos y una carretita de madera, con una bolsa de celofán amarrada con un listón y llena de chocolates. Ningún chocolate ha vuelto a saber igual a esos que te dio tu papa. Y quedaste marcado. Siempre ibas a esperar tu cumpleaños; y luego aprendiste a celebrar los cumpleaños de los demás. Ñoño y cursi, le cantas las mañanitas a quien esté de festejo, a todo lo que dan tus pulmones.
Pero hoy no. Tu sobrino creció, y cumple 30 años. No sabes por qué, pero no está cómodo con las celebraciones o con los pasteles o con las mañanitas. Tal vez fueron demasiadas o tal vez tiene broncas que resolver como todo mundo, pero te queda muy claro que es igual a cuando alguien no soporta diciembre y sus posadas: a ti te gustarán, pero tratas de no imponer tu fiesta a nadie, ni tu presencia.
Y te pesa la ñoñez y la buena memoria. ¿Por qué uno tiene esa condenada memoria y puede recordar tantas cosas como si hubieran sido ayer? Deseas haber sido más como tu hermano, aquél tío ausente que veía la tele en lugar de echarle un ojo al sobrino, ajeno al compromiso, deliciosamente despreocupado. Vivir en otra ciudad y decir "oh, me gustaría ir, pero el avión, los gastos..."
Pero te friegas, y eres tú. Vives aquí, y encima crees firmemente que es bueno tomar en cuenta los deseos de otros. Eso hacen los ñoños, después de todo. Y es por eso que inventas una excusa elegante para no ir a la reunión que su mamá y tus papás van a hacer este fin de semana para tu sobrino, así como a la fuerza; y declaras el 10 de julio como otro día más en tu agenda. No por venganza, sino para complacer, aunque sea con tu ausencia. Dura es la lección que has aprendido estos días: a veces hay que desvanecerse de la vida de otros para ser un buen ñoño-que-piensa en-los-demás. Por ñoño, y también porque crees en el dicho aquel de que a la fuerza, pues ni los zapatos.