Wednesday, October 17, 2007

Álvaro
Imagínense en el hermoso campus universitario, pero con una tarde jodidamente promedio y sin chiste, de esas que uno piensa que no van a ser memorables ni para bien ni para mal. Yo ya venía un poco tarde, diez minutos, para entrar a dar mi clase, otra vez con el estómago vacío (qué malos hábitos, caray).

Según yo, todo iba a ser aburridamente predecible: iba a llegar al salón de clase a interrumpir las sabrosas pláticas de los chavos, o a quitarles la inspiración de estar oyendo su rola favorita, y costara lo que costara los iba a poner en movimiento para terminar mi programa (sí señor, tengo un programa que cubrir y siempre lo termino).

Pues no. Muy cerca de la puerta de mi calurosa aula estaba mi alumno, Álvaro sentado en el suelo, llorando. Carmen, una chava promedio, con la mata pintada de rubio y que sería su novia o ex-novia o lo que sea, estaba con él con una expresión de hartazgo en la cara y de “ya párate que la gente nos mira, ay qué vergüenza, las que me haces pasar...”.

Ante la sorpresa, no pude decir nada mas que “あれっ? アルバロさん大丈夫ですか?” (Oh, Álvaro ¿estás bien?) y entrar al aula rápidamente. Álvaro se levantó. A pesar que es un alumno muy tímido y algo nervioso no escondió sus lágrimas y simplemente se dirigió al baño con el corazón roto, pero con paso firme y atlético, supongo que para ir a lavarse la cara. La chava pseudo-güera entró inmediatamente y así comencé la clase, con un alumno menos y con un dolor en el pecho.

Confieso que nunca le dí mucha importancia cuando Álvaro y la güera empezaron a salir juntos allá a finales del primer nivel, hace como un año. Él es un chavo callado y amable, atento y buena onda. Cuando empezaron a salir le llevaba flores a la güera, como si fuera su primera novia. Como si fuera a ser la última. La miraba con admiración, como si se hubiera sacado la lotería.

Confieso también que unos minutos después que Álvaro regresó con los ojos enrojecidos, quien que tuvo que salir fui yo. Lloré de frustración en el baño de maestros. Me hubiera gustado tener el arrojo y el atrevimiento para decirle que no se preocupara, que la güera no importaba, que ya se recuperaría, que vendrían otras, muchas, castañas, morenas o güeras de verdad, tal vez mejores o peores que ella, pero que no era el fín del mundo; cómo me hubiera gustado ser su amigo y llevarlo a los bacanales de Copilco para que se desahogara y que la sacara de su mente y que el próximo año todo fuera una anécdota de reuniones con otros amigos: “¿te acuerdas cuando caiste en las redes de la güera?”.

Pero no. Hay ocasiones que no hay nada que hacer. Todo es un proceso personal y nadie puede darte esas enseñanzas; la vida entera es un asunto de ensayo y error.